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Solo unos minutos (por Roberto García Roa)

  • robertogarciaroa
  • 22 oct
  • 2 Min. de lectura

Hoy estaba en la universidad desarrollando un proyecto científico, mientras mi familia, paciente, esperaba paseando por el campus. Hacía ese frío seco típico del sur de Suecia. De pronto, un alarido llegó desde el vestíbulo del departamento. Un hombre con la cara desencajada me dijo que se oían explosiones y que debíamos desalojar el edificio. Salí corriendo y empecé a bajar los escalones de cuatro en cuatro, planta a planta, en un interminable viaje hacia la salida. Miraba a todos lados, tratando de entender lo que pasaba. ¿Dónde estaba mi familia?


Entré en una casa cercana y vi a tres periodistas españoles entrevistando a una pareja de ancianos. Era Ucrania. Un perro que un día fue blanco me observaba, temblando bajo la mesa de aquel comedor poseído por las sombras. Cuando miré por la ventana, la luz lo llenó todo. Otra explosión; esta vez demoledora. Me quedé aturdido, casi dormido, pero fue la angustia la que me espoleó: necesitaba encontrar a mi familia.

Salí a la calle, respiré hondo y cerré los ojos en lo que me pareció una respiración eterna. Noté el oxígeno inundando mi cerebro, recuperando el espacio que, segundos antes, había sido conquistado por el miedo. Al abrirlos, me encontraba en una casa de tonos ocres, con una mujer de mediana edad que usaba el jilbab para proteger a su hijo. También estaban mi pareja y mi hija —las había encontrado—. Con cada detonación, el polvo de aquellas paredes de piedra nos enterraba. La casa iba a derrumbarse, así que la mujer y su hijo huyeron despavoridos.


Me asomé a la ventana y vi a soldados rebeldes con AK-47 buscando un refugio desde el que defenderse. Una silueta apareció en el exterior y, mirando hacia donde nos encontrábamos, clavó sus ojos negros en los míos: “dejadme entrar”, dijo. Era una mujer morena, alta y con claros rasgos aguileños. Su expresión parecía bondadosa. Tras unos segundos de incertidumbre, abrí la puerta. Aquella mujer se hacía llamar Yarza. Me dijo que iba a cruzar la frontera y que podía llevarse a alguien consigo. Le pedí que se llevara a mi hija y a su madre. Me respondió que era imposible, solo podría llevar a la niña. No lo dudamos: era la única vía para que nuestra hija sobreviviera.


A través de un cristal sucio y arañado, la vimos alejarse con la niña en sus brazos, camino hacia un destino en el que por fin estaría a salvo. Supe que sería la última vez que vería a mi pequeña. Entonces, un dolor agónico me recorrió las vísceras y la cabeza. Me apreté el estómago… y desperté.


Había sido todo un sueño, pero lo suficientemente real para sentir durante solo unos minutos el dolor que acarrea la separación de los tuyos al huir de una zona de conflicto. Una realidad que viven continuamente y de forma exponencial más de 120 millones de personas en el mundo desplazadas por guerras, desastres ambientales o persecución. La migración no es un problema, sino una consecuencia de causas que nos atraviesan a todos. La migración no ha de ser nunca una palabra a abatir, sino una llamada que nos haga despertar y mejorar como sociedad.

 
 
 

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